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domingo, 18 de abril de 2021

¿ES NECESARIA LA REFORMA TRIBUTARIA?

 

Ideas Sueltas No. 3, 18 de abril de 2021 

(Si quiere obtener este documento en formato pdf, solicítelo a labibliotecadehernan@gmail.com)


Introducción

En Colombia hay un debate creciente alrededor del “Proyecto de Ley Solidaridad Sostenible” que el gobierno presentó al Congreso; el proyecto abarca dos grandes áreas; una sección relacionada con la tributación y otra con la política social.

Antes de radicar el texto del proyecto de ley, el ministro de Hacienda emprendió una tarea de socialización de los principales contenidos, pero la reacción que generó fue muy negativa. Desde algunos sectores afirman que lo consideran conveniente en lo social, pero están en desacuerdo con los aspectos tributarios total o parcialmente; incluso el partido de gobierno no comparte las modificaciones en algunos impuestos como el IVA. Los de ideologías opuestas al gobierno han manifestado su total rechazo a la reforma. Por último, son contadas las excepciones de analistas y centros de investigación que avalan la mayor parte de la propuesta.

En parte, las reacciones mencionadas se pueden atribuir a la falta de claridad en los mensajes transmitidos por el gobierno. Cuando el tema empezó a surgir, el ministro de Hacienda dio declaraciones sobre la necesidad de una reforma tributaria, pero el presidente Duque salió a contradecirlo, señalando la inconveniencia de semejante trámite en medio de una emergencia sanitaria. Expresamente, en agosto de 2020, afirmó: “Hacer una reforma tributaria en este momento en que tenemos la pandemia… es suicida. … En medio de una pandemia que está generando estos efectos, pues, a quién se la va a cobrar más impuestos ¿a la micro, pequeña, mediana, y gran empresa para asfixiarla? ¿Qué se quiebren, empleen menos y detonen un mayor desempleo? Absurdo” (Presidencia de la República, 2020). Unos meses más tarde ratificó su posición en una entrevista con Roberto Pombo (2020): “Yo creo que no hay ningún país en el mundo que se haya aventurado con una reforma tributaria en medio de una pandemia, primero porque hay que esperar la reactivación de la economía”. Pero a los pocos días el ministro anunció con una fecha tentativa la decisión de presentar la reforma al Congreso (El Tiempo, 2020).

Un elemento adicional fue el nombre asignado al proyecto de ley. En las primeras etapas el ministro y el mismo presidente lo mencionaron como una “reforma tributaria”, pero luego el presidente lo llamó “reforma fiscal”, porque incluiría no solo aspectos relacionados con los ingresos sino también con los gastos (Semana, 2020). Durante la asamblea del BID, el presidente le puso otro nombre: “Agenda de transformación social sostenible”, refiriéndose a seis puntos de su contenido, entre los que destacó la dimensión social para mitigar los impactos negativos de la pandemia (Presidencia de la República, 2021). Por último, en las rondas de socialización el ministro le puso el título ya mencionado: “Proyecto de Ley Solidaridad Sostenible”. El tema del nombre, aparentemente intrascendente, terminó generando ruido y poca credibilidad en el mensaje, pues mientras el gobierno insiste en destacar el componente social, los medios y los analistas optan por enfatizar la parte tributaria (Portafolio, 2021a y Restrepo, 2021).

Estos aspectos evidencian la falla de comunicación, pues aun cuando se menciona la financiación de los gastos de la pandemia como un objetivo, este se pierde en medio de los demás mensajes que envían para tratar de convencer a la opinión pública y minimizar la importancia del componente tributario.

El objetivo primordial de este documento es presentar de forma pedagógica los hechos que muestran la necesidad de la reforma tributaria. Para empezar llamando al pan, pan y al vino, vino, se usa el concepto de “reforma tributaria”, dejando de lado todos los demás nombres; como lo señaló el exministro Juan Camilo Restrepo (2021), un proyecto de ley mediante el cual se pretende recaudar con tributos alrededor de 30 billones de pesos simplemente es una reforma tributaria. Se destaca que la pandemia del covid-19 es un choque exógeno imprevisto que forzó al gobierno a ejecutar un cuantioso gasto no programado. El consecuente desbordamiento del presupuesto dejó al país con un enorme déficit fiscal y un notable incremento de la deuda; la situación se debe corregir so pena de enfrentar nefastas consecuencias y esto exige la solidaridad de todos los colombianos.

Para tal fin, el punto de partida es un símil entre el presupuesto familiar y el gubernamental y planteando opciones sobre cómo enfrenta una familia una situación inesperada que le ocasiona desbarajustes en sus finanzas. El siguiente paso es la caracterización del presupuesto gubernamental, señalando los puntos en común con el de una familia, pero luego se enfatizan las diferencias y las implicaciones que tiene para un país. Después se expone por qué la pandemia genera “decisiones trágicas” que tienen costo y llevan a los gobernantes a escoger el “mundo menos malo”. Luego, para solucionar la situación de déficit fiscal y elevado endeudamiento, se examinan las múltiples alternativas que se postulan desde diferentes orillas, con la facilidad que da el ser observador y no el ejecutor de las políticas públicas.

Presupuesto familiar

En una familia típica el presupuesto está conformado por unos ingresos y unos gastos. Vamos a tomar como referencia una familia en la que los ingresos provienen del salario del jefe de la familia. Los ingresos son destinados a rubros prioritarios como la alimentación, la educación de los hijos, la salud, el arrendamiento o la cuota de crédito de la vivienda, los servicios públicos, y el transporte; además es común la asignación de una porción al pago de deudas, como las tarjetas de crédito, la vivienda o el carro, entre otros.

Normalmente se espera que el presupuesto sea equilibrado, es decir, que los ingresos permitan pagar los gastos. No obstante, para la adquisición de algunos bienes durables, como muebles, electrodomésticos o vehículos, se acude al crédito; en estos casos, tanto los financiadores como las cabezas del hogar deben evaluar la capacidad de endeudamiento sin poner en riesgo los gastos prioritarios.

Ahora supongamos que la familia enfrenta una situación inesperada cuando a uno de los hijos le diagnostican una enfermedad grave, para la cual no existe tratamiento en el país. Los médicos informan a los padres que solo en Alemania encuentran la tecnología que les permitirá curar al niño, pero el servicio de salud que tienen no cubre todos los gastos requeridos; entonces se les plantea el reto de financiar una suma grande con relación a sus ingresos.

En esta situación, los padres tienen dos alternativas extremas. La opción A es conseguir el dinero mediante una hipoteca de la vivienda, los préstamos de amigos y familiares y la venta de algunos activos como el vehículo o las joyas, entre otros. La opción B es no hacer nada, para no poner en riesgo la estabilidad económica de la familia; esta desde luego puede llevar a una situación trágica. Con alta probabilidad, la mayoría de los padres de familia tomarán la opción A anhelando ver restablecida la salud del niño.

Superado el drama de la salud, ahora la familia tiene una deuda muy alta con relación a sus ingresos y debe encontrarle solución a ese problema. De nuevo, surgen dos alternativas extremas. La opción 1 es no pagar las deudas, para no sacrificar los gastos normales de la familia. Las consecuencias no serían muy buenas, pues el jefe del hogar será reportado a las centrales de riesgo, con lo cual perderá el acceso al sistema financiero; además, puede enfrentar procesos legales de ejecución de las garantías de los bancos, que podrían ocasionar la pérdida de la vivienda que está hipotecada. Por último, puede terminar perdiendo amigos que lo apoyaron y dañar las relaciones con los familiares que le ayudaron en la financiación. La opción 2 consiste en buscar ingresos adicionales, como la posibilidad de que la esposa busque un empleo si no trabajaba antes; también se puede pensar en algún pequeño negocio o en un empleo tipo gig para los padres (Rappi, Uber, etc.). Desde luego sería necesaria una dosis de austeridad, recortando gastos no prioritarios, pero incluso, de ser necesario, implicaría sacrificios como aplazar las vacaciones o reducir la calidad de la dieta alimentaria. Finalmente, habría que mantener buenos términos con todos los prestamistas, sean estos entidades financieras o personas naturales; mediante acuerdos de pago, disposición a flexibilizar las condiciones de ser necesario y tener la posibilidad de refinanciación, para no ocasionar mayor deterioro del bienestar de la familia. En esta opción lo relevante es tener el objetivo de cumplir con los compromisos financieros adquiridos.

En síntesis, cualquier familia está expuesta a choques exógenos que pueden poner en riesgo la estabilidad económica del hogar y la respuesta normal es la disposición a asumir costos que desbordan el presupuesto con tal de proteger algo que es valioso como unidad familiar.

Presupuesto gubernamental

El gobierno, al igual que las familias tiene unos ingresos y unos gastos. Los ingresos provienen de fuentes más diversificadas, como se observa en el gráfico 1. Hay múltiples formas de clasificarlos, pero, en términos generales se pueden resumir en los ingresos tributarios; la ayuda externa o las transferencias que son realizadas por otros países o por organismos multilaterales; y otros ingresos (gráfico 1


Los ingresos tributarios comprenden los impuestos directos y los indirectos, bajo los cuales se clasifica toda la variedad de gravámenes que implementan los gobiernos sobre las actividades económicas (renta, IVA, consumo, ICA, patrimonio, etc.). La ayuda externa o las transferencias se refieren a recursos o bienes que un país envía a otro como donaciones sin compromiso de reembolso. Pueden ser, por ejemplo, equipos médicos para atender la pandemia, y dinero para incentivar determinadas actividades, como erradicación de la pobreza o la reforestación. Los otros ingresos incluyen, entre otras, las contribuciones a la seguridad social; las utilidades de empresas en las que el gobierno es el dueño o tiene participación en la propiedad; la venta de bienes y servicios; multas y sanciones pecuniarias; y fondos especiales, como algunas contribuciones que se imponen con destinación específica.

Con relación al gasto, también hay diferentes clasificaciones posibles. En el gráfico 2 se presenta una que sigue grosso modo las grandes categorías del Presupuesto General de la Nación, que comprende dos grandes rubros: gastos de funcionamiento y gastos de inversión.


Así como las familias tratan de mantener un presupuesto equilibrado, de igual forma debe hacerlo el gobierno. Destacamos que las familias buscan financiación para la adquisición de algunos bienes y servicios, y lo propio hace el gobierno; en este caso, los gastos son mayores que los ingresos y esa diferencia es lo que se conoce como el déficit fiscal en las finanzas públicas. Ese déficit se debe financiar, lo que se puede hacer mediante la venta de activos y la contratación de créditos, entre otras fuentes; por lo tanto, esas fuentes aparecen como un ingreso del gobierno. Cuando se acude al crédito, en los gastos aparecerá una asignación de recursos para pagarlo; esa partida es el servicio de la deuda, que incluye pago de capital y de intereses.

Cabe preguntarse si el déficit fiscal se puede considerar “normal” o si lo deseable es mantener las finanzas en equilibrio o en superávit. Aun cuando lo ideal es no tener deudas, la realidad es que hay gastos que un país necesita y su costo supera los flujos de recursos de un año. Una familia que quiere realizar un viaje a Europa que cuesta $50 millones, puede ahorrar año tras año hasta contar con los recursos necesarios; pero también puede financiar con deuda una parte del costo y cumplir ese sueño con antelación. En el caso del gobierno, la construcción de una central hidroeléctrica, por ejemplo, podría pagarse con las mismas opciones; pero es evidente que el endeudamiento es la mejor opción porque ofrece a la sociedad la posibilidad de contar con sus servicios de energía varios años antes que si lo hace con un esquema de ahorro para “pago de contado”.

Por lo tanto, la respuesta es que en alguna medida es “normal” que un país tenga déficit fiscal, siempre que se mantenga en rangos razonables; estos están en función de la capacidad de pago del país y de las proyecciones de sus fuentes de ingresos. Por esto, los analistas consideran que en una economía desarrollada el tamaño del déficit aceptable es mayor que el de una economía en desarrollo. Para economías emergentes como la colombiana se considera prudente un déficit entre el 4% y el 5% del PIB. Cuando ese límite se desborda, se encienden las alarmas, por lo que las entidades financieras, los organismos multilaterales, los inversionistas, los analistas de mercados y las calificadoras de riesgo hacen un seguimiento más estricto a las decisiones de política fiscal del gobierno; este debe dar señales claras de la senda que seguirá para retornar a los niveles “normales” y que garantizarán la sostenibilidad de las finanzas públicas.

Como se observa en el gráfico 3, el gobierno colombiano ha registrado déficit fiscal en todos los años del periodo 1994-2021. El déficit promedio entre 1994 y 2019 fue del 3,5% del PIB, y el nivel máximo se presentó como consecuencia de la crisis económica que sufrió la economía a finales del siglo pasado, pero en los años siguientes fue disminuyendo gradualmente; un comportamiento similar se aprecia en otros periodos en que se alcanza o supera el 4%. En ese contexto, sobresale la magnitud del déficit de 2020 y del proyectado en 2021, por ser los más altos de Colombia desde comienzos del siglo XX (ver Rincón y Junguito, 2004); ellos están relacionados con la pandemia y el proyecto de ley de reforma tributaria que el gobierno radicó al Congreso busca devolverlos a los niveles normales.


Para cerrar esta sección, cabe destacar que, si bien hay similitudes entre el presupuesto familiar y el gubernamental, las decisiones de gobierno en materia presupuestal tienen impactos sobre toda la sociedad. La política fiscal es el uso del gasto público y la tributación para afectar la economía por al menos tres canales.

El primero es la contribución a la estabilidad macroeconómica y el crecimiento económico; la forma en que el gobierno establece sus ingresos –lo que incluye los aumentos de impuestos–, define sus gastos y financia el déficit fiscal inciden en la dinámica de la demanda agregada, el empleo y los precios en la economía. A título de ejemplo, se puede citar el caso de Venezuela, que al financiar el déficit con una emisión descontrolada de dinero generó un proceso de hiperinflación que, sumado a otras malas decisiones de política económica, sumió la economía en el peor desastre de su historia, ocasionando el grave deterioro del bienestar social que presionó a muchos de sus habitantes a migrar a otros países.

El segundo, es la redistribución del ingreso. Uno de los objetivos del gobierno es utilizar los ingresos, que en buena parte provienen de la tributación de la población, para mejorar el bienestar de todos los habitantes y buscar condiciones de vida dignas para los menos favorecidos. En el caso de Colombia, los programas de transferencias monetarias directas, como Familias en Acción y Colombia Mayor, tienen ese objetivo. No obstante, cabe anotar que el efecto de la política fiscal en la distribución del ingreso en el país es marginal con relación a lo que se observa en las economías desarrolladas, lo que en gran parte es atribuido a la existencia de subsidios regresivos, como los que hay en pensiones y educación.

El tercero es la provisión de bienes públicos. Mediante la política fiscal el gobierno provee a la sociedad de bienes y servicios que normalmente el sector privado no produce porque no son rentables o porque la magnitud de las inversiones supera su capacidad; es el caso de la seguridad (fuerzas armadas, policía), la justicia, la educación (por ejemplo, la gratuidad de la formación básica), y la salud (régimen subsidiado en el caso de Colombia), entre otros.

El covid-19 y las “decisiones trágicas”

En ese mundo en el cual con frecuencia los gobiernos tienen déficits fiscales y deudas para financiarlos, apareció en el mundo un nuevo virus que rápidamente se expandió por el mundo y ocasionó la más grande pandemia de los últimos 100 años; es más, es la primera pandemia mundial de la historia (Avendaño, 2021a). Si bien el covid-19 no tiene la alta tasa de mortalidad de la gripe española, que azotó al mundo en 1918-1919, la tasa de contagio es más alta, lo que, sumado a la globalización y a los problemas de liderazgo global, repercutió en un número de contagios y muertes muy superior a lo que cabría esperar, dados los avances de la ciencia y la tecnología (Avendaño, 2021b).

Para retomar el símil de la familia y el niño enfermo, en este caso los gobiernos se encontraron en una situación para la que no estaban preparadas ni siquiera las naciones más desarrolladas. Pronto se planteó lo que el filósofo chileno Daniel Loewe (2020; p. 14) denomina “decisiones trágicas”, que él define como “dimensiones en que siempre se obtendrá una pérdida. Algunos bienes solo se pueden alcanzar a costa de otros. En ocasiones, el mejor de los mundos es el menos malo…”. Esto significa que los gobernantes se vieron en una encrucijada, pues cualquiera que fuera su decisión las repercusiones negativas serían enormes, tanto en temas de salud y bienestar de las personas como en temas del impacto en la actividad económica.

En ciencias sociales se acude con frecuencia al “problema del tranvía” para el análisis de determinadas situaciones complejas. Se trata de un tranvía que se desplaza por una carrilera, pero no tiene conductor y está fuera de control; por la vía que lleva atropellará a cinco personas y les causará la muerte; pero hay un operario que está parado en una bifurcación de la carrilera y puede desviar el tranvía moviendo una palanca que está a su alcance; sin embargo, en la vía alterna hay una persona. El dilema que se presenta para el operario es si debe mover la palanca y dejar que muera una persona o no hacer nada, en cuyo caso morirían cinco personas.

En la adaptación de este problema al caso de la pandemia el tranvía representa el covid-19, el operario es el gobierno, en una carrilera está la economía y en la otra la población. Si el gobierno prefiere proteger la economía, mueve la palanca y el tranvía se llevará por delante a muchas personas; es un escenario en el que el gobierno no hace nada para mitigar la pandemia y por lo tanto los contagios y la mortalidad serían muy elevados hasta alcanzar la inmunidad del rebaño. Si el gobierno prefiere proteger la salud de las personas, no mueve la palanca y deja que el tranvía atropelle la economía; este sería un escenario de cierre total y estricto de la economía por el tiempo que sea necesario para cortar de raíz los contagios, lo que ocasionaría una crisis económica de enormes magnitudes.

Está claro que se trata de “decisiones trágicas” porque cualquiera de ellas conduce a un gran impacto negativo para la sociedad y la economía. También está claro que es falso el dilema entre economía y salud, pues una crisis profunda no solo quiebra las empresas, sino también al gobierno, lo que le impediría proveer la financiación adecuada a las políticas para fortalecer la infraestructura de salud.

En el mundo real lo que ocurrió es que los gobiernos tomaron decisiones que mezclaron en diversos grados cierres temporales de la economía con medidas restrictivas para frenar la velocidad de los contagios: cuarentenas, cierre temporal de fronteras, prohibición de eventos masivos, limitaciones a la movilidad, uso obligatorio de tapabocas, distanciamiento social, teletrabajo, educación virtual, etc.

Pero como la pandemia fue un hecho inesperado y se adoptaron “decisiones trágicas”, las finanzas de los gobiernos se vieron impactadas por los gastos extraordinarios que realizaron. Entre los muchos gastos no presupuestados, tuvieron que destinar recursos a equipos de protección (mascaras, gafas quirúrgicas, guantes, etc.), aumento del número de unidades de cuidados intensivos, aportes al desarrollo de vacunas (no todos los países lo pudieron hacer, entre ellos Colombia), compra de vacunas (para el gobierno colombiano tienen un costo superior a los $2 billones), transferencias monetarias a la población vulnerable, créditos a las empresas, aumento de las garantías públicas a los préstamos, apoyos directos a las empresas (por ejemplo, los subsidios a la nómina), etc. Adicionalmente los cierres económicos frenaron los ingresos tributarios del gobierno. En el caso de Colombia el incremento de los gastos por la pandemia, que no presupuestados, superó los $40 billones (cuadro 1) y la caída de los ingresos tributarios fue de alrededor de $23 billones (cuadro 2).



Como consecuencia, el déficit fiscal creció notablemente. La meta prevista por el gobierno para 2020 era un déficit de 2,2% del PIB y el observado fue de 7,8%, es decir, casi cuatro veces más. La financiación de ese déficit obligó a un mayor endeudamiento del gobierno, de forma que la deuda bruta como porcentaje del PIB creció del 50,3% en 2019 al 64,8% en 2020.

Con la deuda pública ocurre algo similar al déficit fiscal, respecto a los niveles que se consideran “normales”. Para una economía emergente como Colombia un endeudamiento entre el 60 y el 70% del PIB prende las alarmas y los ojos del mundo se fijan en qué va a hacer el gobierno para dar señales claras de sus compromisos de pago y de las medidas que adoptará para ubicarse en niveles por debajo de los considerados como de alto riesgo; parte de ellas incluyen incrementar los ingresos tributarios, medidas de austeridad en el gasto, privatizaciones y también potenciales canjes de deuda con vencimientos en el corto plazo por nuevas emisiones a plazos más largos. 

En síntesis, la decisión del gobierno de crecer la infraestructura de la salud y brindar apoyo a las personas y a las empresas tuvo un costo enorme que dejó la economía colombiana en la zona de activación de las alarmas de prestamistas y analistas. Pero, si no lo hubiera hecho, el país habría tenido un desastre inimaginable. Pensemos solo en las UCI que tenía Colombia antes y después de iniciada la pandemia; ahora que estamos entrando en la tercera ola, es evidente que en esta y en las dos anteriores la infraestructura de salud hubiera colapsado y habríamos enfrentado una situación tanto o más dramática que la que vivieron España e Italia hacia abril de 2020.

Ahora, como en el ejemplo de la familia, aun cuando la pandemia no ha terminado, el gobierno debe ahora formular opciones para salir de la zona de alarma tanto del déficit fiscal como del endeudamiento.

El menú de opciones

Ante la situación resultante y antes de plantear las opciones, es preciso entender que no es Colombia el único país que se enfrenta al problema de cómo retornar a la zona de tranquilidad. Es necesario enfatizar que la pandemia fue una sorpresa para todos los países, que ningún país del mundo estaba preparado, ninguno tenía presupuestados los gastos que ella demandó y que, por lo tanto, son numerosas las economías que hoy tienen déficits fiscales más abultados y niveles de deuda muy superiores a los de 2019. Los gráficos 4 y 5 permiten comprobar eso a nivel de grupos de países por niveles de desarrollo. El déficit fiscal promedio del mundo se multiplicó por tres, el de las economías avanzadas por cuatro, el de las economías emergentes y de ingreso medio por dos y el de las de bajos ingresos por 1,4. 



En el caso de la deuda el análisis por países muestra crecimientos sorprendentes. Por ejemplo, entre las economías desarrolladas, en Canadá se incrementó en 31 puntos del PIB y en España, Japón e Italia en 21; entre las economías emergentes y de ingresos medios en República Dominicana y Hungría aumentó en 15,9 puntos y en Suráfrica, Rumania y Colombia en alrededor de 15 puntos; por último, entre las de bajos ingresos en Zambia y Kirguistán aumentó más de 20 puntos.

Volviendo a Colombia, la pregunta es cómo retomar la senda que se traía antes de la pandemia y cómo hacerlo de forma que sea creíble para aquellos que financiaron la mayor expansión del gasto, como el FMI y los compradores de bonos de deuda soberana tanto en Colombia como en el resto del mundo; también se deben dar señales positivas a los analistas de mercados, a las calificadoras de riesgo y a otros organismos multilaterales. El gráfico 6 muestra las proyecciones con el retorno a las tendencias observadas hasta 2019; el déficit volvería a la ruta trazada por la regla fiscal y la deuda es la proyectada por el gobierno en el “Plan financiero 2021”.


Como en el caso de la familia, entre las opciones también habría una opción 1, que es la de no pagar la deuda. Eso es posible y lo han hecho diversos países de la región en años anteriores; en casos recientes lo hizo Venezuela y un poco antes Ecuador y Argentina. Pero Colombia tiene una larga tradición de cumplimiento de sus compromisos financieros y no ha tenido incumplimientos desde la Gran Depresión de los años treinta.

Pero si lo hiciera, justamente las experiencias mencionadas evidencian que las consecuencias serían nefastas. Lo primero, las calificadoras de riesgo degradarían los bonos de la deuda colombiana a la categoría de grado especulativo. Eso implicaría que muchos inversionistas venderían sus tenencias de esos bonos, provocando una abrupta caída de los precios; también podrían precipitar una salida de capitales con la consecuente depreciación de la moneda; como consecuencia, se incrementaría en valor en pesos de la deuda en moneda extranjera tanto del gobierno como de las empresas, llevando a muchas a la quiebra como lo ilustra la devaluación de la lira turca en 2018.

Lo segundo, se encarecería la nueva financiación. El hecho de dejar de pagar la deuda no implica la desaparición permanente del déficit y el país en algún momento necesitará financiarlo. Pero los mercados evalúan diariamente los riesgos de cada país, mediante varios indicadores, uno de los cuales son los spreads EMBIG; ellos indican cuantos puntos básicos por encima de la tasa de interés de los bonos del tesoro de los Estados Unidos pagará un país para colocar nueva deuda en el mercado. Suponiendo que el bono de los Estados Unidos a 15 años tiene una tasa de interés cero, las cifras del EMBIG del 9 de abril de 2021 indican que en el caso de Colombia, que tiene grado de inversión, se podría emitir deuda a ese plazo con una tasa de interés del 2,13% anual; Ecuador, que tuvo un incumplimiento de su deuda (default) en 2008, la tendría que colocar al 16,14%; y Venezuela que es un caso de default más reciente la debería colocar al 244,34% si es que consigue un comprador que quiera correr ese riesgo. Esto permite comprobar que no pagar la deuda es una opción que sale muy costosa y que lo mejor es evitarla.

La opción 2 es la implementación de programas de austeridad; es apretarse el cinturón, como haría la familia de nuestro ejemplo. Esta opción es planteada por muchos analistas desde la comodidad de una columna periodística o un micrófono de la radio o la televisión. Sin embargo, aun cuando el gobierno anunció un programa de austeridad, no es tan fácil de implementar y sus resultados son más bien modestos, debido a la inflexibilidad del gasto; en Colombia tenemos la cultura de amarrar los gastos del gobierno a normas que van desde la Constitución, las leyes y los decretos, tal vez porque pensamos que si dejamos a los gobernantes en libertad asignarán los recursos a otros gastos o se los robarán los corruptos.

La firma Moody’s Investors Service (2018) elaboró un índice de flexibilidad del gasto para los países de América Latina y encontró que Colombia es un país con uno de los mayores grados de inflexibilidad (gráfico 7); esta fuente calculó que el 85% del presupuesto está atado a “gastos obligatorios”.



El examen de algunos rubros del Presupuesto General de la Nación del 2021 permite corroborar esa inflexibilidad. Los cinco rubros que se muestran en el gráfico 8 suman $187 billones y son superiores en 27% al total de ingresos tributarios proyectados para el presente año; esto implica que el faltante sumado a los demás gastos previstos requieren de otras fuentes que incluyen las rentas parafiscales, las utilidades de las empresas estatales, los fondos especiales y la deuda.


De ahí que la OCDE (2019; p. 48) señale que “la capacidad del gobierno para asignar el gasto presupuestario en función de la evolución de las necesidades y prioridades se ve socavada por la excesiva inflexibilidad existente. El gasto exigido por ley, la preasignación de fondos a fines específicos, las transferencias a entidades subnacionales, las pensiones y el gasto en intereses implican que la proporción del gasto que el gobierno puede ajustar es limitada, y casi exclusivamente relacionado a las inversiones”.

Por lo tanto, aun cuando los programas de austeridad se anuncien con la mejor intención, sus efectos terminan siendo marginales y en ocasiones generan incentivos no deseados; tal es el caso de las nóminas paralelas como respuesta al congelamiento de la nómina del sector público.

La opción 3 es la venta de activos. Este es un tema que recurrentemente sale a relucir en cualquier discusión sobre cómo aumentar los ingresos del gobierno sin tramitar una reforma tributaria. La propuesta luce atractiva, pues el Documento Conpes 3927 (2018) encontró que la Nación es propietaria o accionista de 109 empresas que tenían un valor patrimonial de $70 billones; sin embargo, solo 10 de ellas representan el 90% de ese monto.

Aún así, sigue sonando atractivo vender esas 10 empresas que al 31 de diciembre de 2017 valían alrededor de $63 billones. El problema es que ahí están las “joyas de la corona”, que para muchos analistas se consideran intocables. Cabe recordar que en 2018 Fasecolda propuso vender toda la participación del gobierno en Ecopetrol para inyectar esos recursos a la Financiera de Desarrollo Nacional con el objetivo de financiar las obras de infraestructura que requiere el país; se calculó que su valor en ese momento podría estar en $152 billones. La sola propuesta generó un debate impresionante y la USO la calificó de “absurda” y “nefasta” (Agencia de Información Laboral, 2018). Para calmar la tormenta, el ministro de Hacienda salió a los medios a decir que la empresa no se privatizaría (Nuevo Siglo, 2018).

La opción 4 es la reducción del tamaño del Estado. También se enuncia con frecuencia que hay demasiada burocracia, que sobran entidades y que el tamaño del Congreso es exagerado. Es factible que así sea; desde hace rato se ve como necesaria una reforma a la burocracia estatal, pero más en relación con su funcionamiento, la reestructuración de la carrera administrativa y el fortalecimiento del capital humano; es un tema de mayor alcance y quizás se incluya la modificación del tamaño de las plantas de personal.

Pero la reducción del tamaño del Estado puede rendir menos frutos de los que la gente se imagina. Recientemente Corficolombiana hizo el cálculo del ahorro que se obtendría al reducir a la mitad el Congreso, eliminar todas las consejerías y tres ministerios; el monto resultante es de $0,8 billones (López, 2021). La cifra es baja comparada con los $23 o $24 billones que el gobierno proyecta recaudar con la reforma tributaria.

El total de gastos de personal en el presupuesto de 2021 asciende a $33,4 billones. El grueso de esa cifra se la llevan los ministerios de Educación, Defensa y Salud. Según el Sistema de Información y Gestión del Empleo Público (SIGEP), en 2017 el número de servidores públicos ascendía a 1.198.238 personas. Si asumimos que ese número de empleados se mantiene, esto significa que en promedio le cuestan al gobierno $27,9 millones al año ($2,3 millones por mes); por lo tanto, si en lugar de hacer reforma tributaria se buscaran esos recursos podando la burocracia, habría que prescindir de 839.000 servidores públicos (el 70% del total), lo que a todas luces es absurdo.

Del total de servidores en 2017, unos 412 mil eran personal uniformado y otros 323 mil eran docentes, que sumados representan el 61% del total (Rojas y Durán, 2018). Esto significa que el restante 39% está distribuido en todas las demás entidades públicas, por lo que una decisión en materia de reducción del gasto en personal implicaría sacrificar la atención y la prestación de servicios en áreas vitales. También se puede intuir que un estudio técnico sobre reforma a la administración pública posiblemente insista más en los temas de calidad que en los de tamaño de la burocracia.

La opción 5 es aumentar los ingresos del gobierno. Esta es la que está proponiendo el gobierno, por la vía de la reforma tributaria y varias razones la justifican. En primer lugar, se puede señalar que la carga tributaria en Colombia es relativamente baja. El gráfico 9 muestra varias cosas al respecto: de un lado, los ingresos tributarios del país están por debajo de los promedios de América Latina y el Caribe y de la OECD; de otro lado, 16 de los 24 países de la región tienen niveles de recaudo superiores; además, Bolivia, que es un país de menor grado de desarrollo, supera los ingresos colombianos en seis puntos del PIB.

En segundo lugar, los impuestos representan una porción relativamente pequeña de los ingresos totales del gobierno colombiano. De acuerdo con la OECD (2019; p. 66), para los países miembro de la organización, el análisis de los ingresos gubernamentales sin incluir deuda muestra que “las principales fuentes de ingresos del gobierno son los impuestos (sobre la renta o la riqueza, por ejemplo) y las contribuciones sociales realizadas directamente por los empleados o en su nombre. Una parte menor de los ingresos proviene de las ventas del gobierno general (por ejemplo, tarifas de usuario por la prestación de servicios), subvenciones y otras fuentes (por ejemplo, rentas de la propiedad)”. 

En el gráfico 10 sobresale Colombia como uno de los países en los que los impuestos tienen un menor peso dentro de los ingresos; solo están por debajo la República Eslovaca y Costa Rica. En el otro extremo están Dinamarca, Suecia, Australia y Nueva Zelanda, para los cuales los impuestos superan el 79% de los ingresos del gobierno.


Se colige de estos datos que en Colombia hay amplio margen para incrementar el ingreso por la vía de los impuestos, pues la estructura actual de los ingresos es una limitante frente a situaciones como la de la pandemia. De acuerdo con el Presupuesto General de la Nación de 2021, los ingresos tributarios son el 49% del total y los recursos de capital el 39,4%; este último rubro incluye la deuda, la venta de activos y los excedentes financieros y dividendos que obtiene de las empresas en las que el gobierno es accionista. Depender en tan alto grado de la deuda y de las enajenaciones de activos no es lo deseable.

En tercer lugar, la tributación en Colombia tiene múltiples problemas, entre los que sobresalen la concentración de los tributos en pocas empresas y personas naturales, las bajas bases de impuestos como el de renta de personas naturales y el IVA, la mala focalización de los subsidios, el elevado gasto tributario y los altos niveles de evasión y elusión. Estos temas han sido diagnosticados por diversos estudios técnicos como el de la Comisión de Expertos para la Equidad y la Competitividad Tributaria (2015), la Comisión del Gasto y la Inversión Pública (2017) y la Comisión de Expertos en Beneficios Tributarios (OCDE, DIAN y Ministerio de Hacienda, 2021).

Entre las diferentes opciones examinadas, la reforma tributaria es la mejor vía para aumentar los ingresos tributarios del gobierno. En este documento no se examina el contenido del proyecto de ley radicado en el Congreso el 15 de abril, pues el propósito es mostrar la necesidad de tramitarla para pagar los gastos extraordinarios que generó la pandemia.

Para concluir esta opción, cabe resaltar nuevamente que la situación de un mayor déficit fiscal y un alto crecimiento de la deuda pública no es un fenómeno exclusivo de Colombia, sino que afectó a muchas economías. Por eso diversos gobiernos han optado por incrementar sus ingresos, para lo cual empiezan a tramitar o a discutir reformas tributarias o ellas han sido recomendadas por organismos como la OECD y el FMI; entre ellos están los de países como Estados Unidos, Italia, España, México, Brasil, Perú, Chile y Australia (Portafolio, 2021b). El objetivo en todos los casos es pagar esos gastos inesperados y mantener instrumentos de apoyo a la población más vulnerable.

En el caso específico de Estados Unidos, Janet Yellen (2021), la Secretaria del Tesoro, planteó la intención del gobierno Biden de tramitar una reforma para incrementar la tarifa de los impuestos corporativos de renta del 21% al 28%. Además, formuló la propuesta de un acuerdo global para fijar una tasa mínima de impuestos corporativos que frene la competencia entre gobiernos por usar los menores impuestos como un atractivo para las empresas multinacionales.

Colofón

En 1789 Benjamin Franklin afirmó que “en este mundo no se puede estar seguro de nada, salvo de la muerte y de los impuestos”. Esta, que es una idea muy arraigada en la sociedad, refleja la poca popularidad que tienen los impuestos. No obstante, como señala el economista y contador británico Richard Murphy (2015), es preciso reconocer que se trata de una exageración. Mientras que los primeros homínidos surgieron hace unos siete millones de años y la muerte ha sido segura durante todo ese tiempo, las primeras referencias a los impuestos datan de Mesopotamia en el año 2500 antes de Cristo.

Quizás el sentido de la referencia de Franklin surgió de la larga y en ocasiones tortuosa historia de los impuestos, que pasó por aquellos pagados en especie, la aparición de los nefastos recaudadores, el poder absoluto de los monarcas para imponerlos con el fin de financiar sus guerras y sus caprichos, la Carta Magna con el nacimiento de “los impuestos con representación” en 1215, los abusivos poderes de los señores feudales y el surgimiento de los Estados nacionales dependientes de su capacidad de cobrar impuestos.

Esa herencia de siglos hay que dejarla de lado y entender que sin la tributación adecuada un Estado se puede tornar inviable, el logro del bienestar de la sociedad no se logrará fácilmente y la superación de los problemas de pobreza y atraso serán difíciles. Pese a la desconfianza que en Colombia genera cualquier gobierno, a la percepción sobre altos niveles de corrupción y a la poca eficacia del aparato burocrático, no se pueden desconocer los avances sociales que ha registrado Colombia en las últimas décadas. Pero, así como es necesario perseguir y castigar la corrupción y mejorar la eficiencia del aparato estatal, es crucial la contribución de todos los ciudadanos a la financiación del Estado.

Como bien señala (Murphy, 2015; p. 13), “después de todo, son los impuestos los que definen en gran parte lo que un Estado cree que puede hacer. Y es el consentimiento del pueblo a ese proceso de tributación lo que a su vez limita o empodera su capacidad para actuar. Sin ese consentimiento, se restringe la forma en que un Estado puede proteger y proveer a quienes se encuentran dentro de sus fronteras”.

Aun cuando sea cierto que los impuestos no le gustan a nadie, por contraste, a la gente sí le gusta, y mucho, recibir los beneficios del gasto público. Daniel Loewe (2020) afirma que ese tipo de actitudes muestran que en nuestras sociedades se manifiesta una “lógica paraconsistente”; parafraseando a Loewe, queremos que el Estado nos garantice la salud, aumente las UCI, nos provea las vacunas gratuitas, nos dé transferencias monetarias… pero no queremos un Estado que nos limite la libertad mediante cuarentenas ni que nos cobre impuestos para pagar los gastos que ha tenido que hacer para evitar una tragedia de mayores proporciones.

Simplemente, se nos olvida que en economía no hay almuerzo gratis.

Referencias

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EL PIB EN BLANCO Y NEGRO

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